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domingo, 31 de agosto de 2014

CRÓNICA 4



CASCABEL DE LA MUERTE


Mi cuerpo comenzaba a acostumbrarse a sentir el frío de la noche. Quizás porque continuaba con mis pasos lentos y cansados desde hace ya mucho tiempo. Ahora me doy cuenta que los huesos ya no me duelen como en aquella amarga y lúgubre noche cuando mi vida cayó en total ruina. Durante los primeros días me dolían los huesos y la piel, cuando la brisa gélida de invierno se arremolinaba inclemente por las calles empedradas y húmedas de algún pueblo o por los caminos pantanosos de algún valle mientras cubría poco a poco con polvo de diamantes mis pantorrillas desnudas.

Vagamente pienso: - Ya debo estar muerta-, pero las imperfecciones del piso y los pequeños tropiezos estremecían mis pies y continúaban con su forzoso camino.

Siento desfallecer, mientras una misteriosa niebla cae suavemente y devora todo a su paso. Cuando la niebla me absorbió completamente, recuerdo ese instante en que Ramón me contaba una historia disparatada de su abuelo sobre Maltael, el Ángel de la Muerte, que en una ocasión, usando la niebla y por venganza, se apoderó de las vidas de la orden cruzada, los Horadrim, a la que según su chiflado abuelo, pertenecía.

Ramón era el hombre a quien me entregué totalmente en cuerpo y alma, y frecuentemente me contaba historias fantásticas mientras fumaba su chicote y pasaba un trago de aguardiente haciendo sonar un pequeño cascabel que le regalé el día de nuestro matrimonio. Cada vez que recuerdo a Ramón, siento levemente sobre mi nuca su templado aliento y sus brazos musculosos abrazando mis pechos cada noche para ir a dormir.  Pero desde hace ya varias noches, lo único que siento es el peso de la culpa y el manto frígido de la muerte.

En ese instante, no tuve más fuerzas para caminar y caí precipitada sobre las raíces de un enorme nogal.  Sabía que aquel árbol era un nogal, porque antes de perder el sentido, vi algunas cáscaras de nueces a mí alrededor. Intenté levantarme, pero no pude y lo último que recuerdo es el sonido de un cascabel.

Aún en los sueños continuaba el peso de la culpa y el dolor.  Recuerdo aquel bosque por el cual corría cuando pequeña cerca de una cabaña a los alrededores del pueblo de leñadores, donde conocí a Ramón, hijo del leñador más renombrado. De inmediato, escuché otra vez un cascabel.  Lo ignoro.  Aún veo cómo Ramón cortaba con ansias los troncos de los cedros, mientras lo veía escondida en los arbustos.  Sueño con esa primera mirada y ese primer beso que nos unió sutil y eternamente. En ese momento, pensaba que ni la sombra de la muerte sería capaz de separarnos. Nuevamente escucho ese cascabel, como si escucharlo trajera consigo la desgracia.

Pero el dolor, la culpa y la tristeza llegaron como llagas.  En ese sueño nebuloso, la piel de Ramón comenzó a caer precipitada por la gravedad durante ese beso eterno. Sus brazos musculosos perdían la fuerza que los caracterizaba y lentamente veo que se desmiembran. Nuevamente, el maldito cascabel suena llevándose mi alma al infierno. Ya comienzo a odiar el cascabel. De inmediato, la sangre inunda el bosque, esa sangre que aún no logro esconder y su olor a óxido que desde esa noche no he podido limpiar de mi alma.  Siento que la sangre entra por mi boca, por mis ojos, ahogándome.  En ese momento, escuché el cascabel y desperté.

Abrí mis ojos, mientras percibían un techo de paja enmarañado por infinidad de telarañas de una casucha, una lámpara de petróleo y un hombre guapo sentado junto a mí.  No sé, tal vez continuaba con mi sueño.  -Era Ramón-, pensé.  ¡Tonta!, me dije.  Pero infortunadamente no era él. Él ya estaba muerto. Era otro hombre.  Este hombre, por su desarreglada barba de candado, sus brazos musculosos, sus ojos claros, el mentón pronunciado y el pequeño cascabel que colgaba de su cuello, engañó inútilmente mi corazón.

Al verlo, mi alma era torturada. Tenía ganas de abrazarlo y besarlo. De sentir nuevamente su calor en mi piel y su fuerza apretando mi cintura.  Pero cada instante que veía a ese hombre, me recordaba a Ramón en aquella trágica noche cuando descansaba rígido y frío sobre el suelo, cuando los cristales de nieve caían y se derretían en el calor de la sangre que le salía del vientre.

Me mortificaba el recuerdo de esa noche al ver a mi amado alejarse lentamente de mí.  -La muerte aceptó mi reto, al creer que no podría separarnos, pensaba.  Pero fui muy tonta al pensar que la felicidad podría ser eterna.  Aquel hombre, era muy amable conmigo.  Aunque, el sonido de su cascabel me asustaba y ese miedo lo alejaba bruscamente de mí. Sentía desesperación. No aguantaba más. La muerte seguramente se reía al ver esa desesperación. 

Vi una soga junto a la mesa, la tomé de prisa y salí corriendo fuera de la casa. Aquel hombre que se parecía a Ramón trató de detenerme porque fuera de la casucha, el invierno azotaba de la misma manera como en aquella noche que dejé el cuerpo de Ramón tirado en el bosque.  Aún seguía escuchando el sonido del cascabel. –Quizás es la culpa que siento-, pensé.

Ya no lograba ver la casucha por la densidad de la nieve que caía.  Seguía y seguía corriendo hasta que de pronto la tormenta cesó totalmente.  Cansada levanté la mirada y me hallé en un claro rodeado de tenebrosos árboles sin hojas.  Sentía la brisa gélida de la muerte acercarse o eso creía. 

La desesperación y el recuerdo causaban estragos en mí, porque junto a un gran árbol al lado de una roca, veía a Ramón tirado sobre el suelo diciendo el último “te amo”, luego que el hacha atravesara su vientre por un maldito descuido mío.  ¡Ah! Grité desde mi interior.  Pero solamente a mi mente llegaba la única salida que podía tomar para estar junto a mi amado Ramón.

Caminé hacia el gran árbol, me subí a la roca que estaba junto a él. Hice un nudo a la soga que llevaba y la amarré a una rama que parecía ser muy resistente.  Deslicé lentamente la soga por mi cabeza hasta sentir una leve presión en mi cuello. 

Me balancee y lo último que escuché fue aquel sonido de cascabel. 

Cuando recobré el conocimiento me hallé en una extraña habitación recubierta con paredes acolchadas y una puerta con una ventana enmallada. Me duele mucho el cuello y me siento con algo de asfixia. No puedo mover mis brazos, porque me encuentro atada a una especie de camisa extraña.  No sé cómo llegué a aquel lugar, lo único que siempre recuerdo es el incesante sonido del maldito cascabel.

CRÓNICA 3



ATARDECER JUNTO A ELLA


En aquel entonces, adoraba transitar por la universidad, especialmente desde el edificio de Camilo Torres, hasta las Canchas y me sentaba sobre unas bancas, muy cerca del muy conocido “aeropuerto” a disfrutar de los atardeceres, mientras leía el libro de cuentos Narraciones Extraordinarias de Edgar Allan Poe. En esos días, me sentía universitario y disfrutaba de los momentos de cultura y esparcimiento que me ofrecía la universidad. Ahora por suerte, apenas si alcanzo a ir a clases. 

Aún recuerdo aquella hermosa tarde bañada por los tenues rayos del atardecer, que deleitaba en mis momentos como primiparo en la Universidad Industrial de Santander.  Bajo ese hermoso espectáculo del mejor pintor del mundo, el cielo, la conocí por primera vez.  Ella, muy lentamente y con ritmo un poco desconfiado se acercó a mí y se sentó junto a mi lado.  Cuando pude verla con más detalle, me causó mucha gracia, porque en su cuello llevaba un collar al estilo hawaiano adornado con una especie de flores de diversos colores.  Pero ella con una mirada perdida por ver unas aves que pasaban por el lugar, no notó mi sonrisa un tanto burlona.

Cuando me acostumbre a su presencia, le dije: Hola. ¿Quieres que te lea un cuento de Edgar Allan Poe?

Ella me miró, y con su expresión de silencio, sentí la respuesta a mi saludo.  Luego, y como quien no quiere la cosa, movió su cabeza y levantó sus cejas, como diciendo: Dale, quiero oírte leer.

Por razones de respeto y cortesía, procedí a leer el cuento de Silencio de Edgar Allan Poe.  Tal vez, ella sintió un poco de miedo al imaginarse la luna roja como sangre o quizás la soledad de aquel hombre, e impulsada también por su agotamiento, eso pensaba. Recostó su cabeza sobre mi regazo.  Yo continué mi lectura, mientras acariciaba su cabeza rubia y blanca.

Al terminar de leer, giró sus ojos hacia mí, como diciendo: ¡me gustó mucho!  ¿Podrías leerme otro cuento?

Su mirada reflejaba paz y tranquilidad, comenzaba a disfrutar de su grata compañía. No podía negarme, y continué con la lectura de los cuentos.  Aunque, esta vez, quise leerle, El Gato Negro, porque quería ver la expresión de su rostro mientras escuchaba los momentos traumáticos de aquel hombre que amaba los animales.

Mientras ella oían mi voz decir: “Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad”.  Demostraba su alegría, agitando un poco su cuerpo.  Yo seguí leyendo.  Pero, mientras leía un fragmento que decía: “Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato”.  Su euforia se transformó de inmediato al oír la palabra “gato”.

Como si una criatura posesa se apoderara de su cuerpo, se levantó y muy agitada, se alejó de mí y me dejó junto a su silencio y mi soledad, leyendo las Narraciones Extraordinarias de Edgar Allan Poe.  No sé con exactitud qué le habrá molestado, pero creo que fue al momento de escuchar la palabra “gato”.  Seguramente, ha tenido alguna mala experiencia con alguno en particular.

Luego de aquel acontecimiento, pasaron varios días sin verla nuevamente.  Recuerdo muchas veces que, en ciertas ocasiones, la alcanzaba a divisar desde los salones durante clase o cuando transitaba presuroso porque tenía algún parcial.  Su característico collar me permitía distinguirla desde lejos.  Aunque a diferencia de la última vez, ya nunca más logré leerle o simplemente, sentarme a su lado.

Hace seis meses, mientras miraba en el “face”, vi una fotografía de ella en el muro de la universidad.  Llevaba puesto su collar de flores y junto a él, tenía puesto su carné. En ese momento descubrí que hacia parte integral de la comunidad UIS y que su nombre era Natasha. Sentí una alegría muy grande al saber que estaba siendo cuidada y protegida. Desde aquella vez y por razones laborales, no volví a verla transitar alegre por los espacios de la universidad.

Quizás ya no quería saber de mí o simplemente me tendría miedo.  Yo continué con la esperanza de poderla encontrar y al menos, recordar aquel atardecer que pasamos juntos.

Hoy la vi mientras diligenciaba unos documentos en el edificio de Bienestar Universitario.  Salía de un consultorio, junto a una muchacha joven de piel canela.  Se veía arreglada, bien cuidada y con su collar hawaiano.  Estaba muy alegre, porque corría de aquí para allá, brincando y revolcándose en el suelo.  Un “amiguito” se acercó a ella y juntos comenzaron a jugar, me causó risa su manera de jugar.  Se notaba que estaban alegres.

Su compañera, la muchacha solamente reía al verla.  Luego, la llamó por su nombre: ¡Natasha!  Y ella, se calmó.  Se acercó a los pies de la muchacha y se recostó bocarriba para que le acariciaran su vientre.  Al rato de unos minutos, la muchacha entró nuevamente al consultorio y Natasha, se quedó por fuera esperando que cualquier cosa ocurriese.

Cuando terminé de diligenciar los documentos, me senté en una banca azul que se encontraban allí y la llamé.  Ella muy lentamente se acercó con ritmo un poco desconfiado. Y aquella hermosa perrita, que me hizo compañía ese fabuloso atardecer, ahora estaba nuevamente a mi lado, mientras acariciaba su cabecita rubia y blanca.

CRÓNICA 2



NOCHE DE AGUJAS, FIEBRE Y ENFERMEDAD


Mi querido lector, antes de comenzar a narrarles esta crónica, quiero decirle que el tema elegido para su realización en un principio era sobre una noche en la cantina y los hechos que allí pudiesen ocurrir, pero por un percance en mi salud, procedí a contarles mi primera experiencia, desde que tengo conciencia, de una noche en el hospital. Gracias.


La noche parecía interminablemente agotadora.  No logré dormir nada bien y mi temperatura corporal podría estar rondando entre los 38,5º y 39º.  Además, el fastidioso dolor de cabeza y los dolores secos de mis articulaciones, no me dejaban en paz.  Ya mi alma gritaba desesperadamente por el malestar y la fiebre porque llevaba más de quince días con esos síntomas y aún no se sabía qué mal padecía.

Cuando iba cayendo lentamente en esa desesperación, una mano suave y un poco fría frotó mi cabeza.  Era mi novia quien se había quedado esa noche en mi casa para cuidarme. En ese momento, ella me dijo: -Aún tienes mucha fiebre. Levántate y vamos a Urgencias-.

Yo en definitiva aborrezco los hospitales y las clínicas. Por tal motivo, de muy mala gana respondí: -¡No, yo quiero dormir! Además, es muy temprano-.  Mi novia en ese momento muy enfadada conmigo por mi desobediencia, se levantó, despertó a mi mamá quien dormía en la habitación contigua y le comentó que yo no quería ir a Urgencias a pesar de tener una fiebre muy alta.  Al final, entre mi mamá y mi novia comenzaron a regañarme porque estaban preocupadas por mi salud y porque sabían que los médicos aún no identificaban la razón de mis males.

Con desaliento, medio dormido y haciendo pucheros, me levanté de mi cama de muy mala gana, fui al baño para ducharme y tratar de bajar un poco la temperatura.  No sé si era la fiebre o quizás que había llovido esa noche, pero el agua parecía antártica. Salí del baño, me alisté y llevé algunas cosas para entretenerme como: un libro de tragedia griega, mi celular, el cargador del celular y unas fotocopias de Walter Ong que debía leer para la clase de Didáctica II.

El dolor seco de mis articulaciones se hizo sentir cuando iba bajando las escaleras del edificio donde vivo y me tocó hacerlo lentamente con ayuda de mi novia, mientras mi mamá llegaba mis cosas.  Al llegar al sótano para conducir hacia el hospital, sentí náuseas y lo primero que hice fue abrir la puerta del carro y sentarme.  En ese instante, mi novia me alcanzó un poco de agua para que se me fueran las náuseas.  Bebí un poco y como el mejor de los antídotos me sentí mucho mejor.

Desde que aprendí a manejar mi carro, era la primera vez que no deseaba hacerlo porque el dolor de cabeza era incesante y tenía miedo de conducir para evitar algún accidente.  Pero tanto mi novia, como mi mamá no sabían conducir y mi papá aquella noche no se encontraba en la ciudad, por lo tanto era necesario que condujera hasta el hospital.  Mi mamá siempre con sus palabras de aliento y mi novia con su apoyo incondicional me dijeron: -Ve despacio y si es necesario paramos en el camino hasta que se siente mejor-.  Entonces, me llené de valor y emprendí camino hacia el hospital.

Por fortuna, el hospital no quedaba muy lejos de mi casa, aproximadamente a unas quince o veinte cuadras. Cuando llegamos, los tres nos bajamos de inmediato y nos dirigimos a la entrada de Urgencias del Hospital Universitario Los Comuneros, pero yo continuaba con ese desazón por tener que ir a aquel lugar de malas energías y enfermedades por doquier.

A la entrada de Urgencias, procedimos a ingresar pero el vigilante de turno no permitió el ingreso ni a mi mamá, ni a mi novia porque al ser mayor de edad y no ser adulto mayor debía ingresar solo.  Pero yo no quería entrar solo porque aparte que no me gustan para nada los hospitales, tenía un fuerte dolor de cabeza, me dolían un poco las articulaciones, me comenzaba a doler el estómago y la última vez que vine, me sacaron sangre para decirme que supuestamente no tenía nada.

Al ver esta situación, me senté en sobre el andén derecho a la entrada de Urgencias y no quería entrar.  Entonces, llena de angustia por el dolor que sentía, mi mamá comenzó a discutir con el vigilante, que la dejarán entrar conmigo y que me atendieran lo más pronto posible.  Pero el vigilante no cedía y para evitar más peleas o posibles inconvenientes más adelante, decidí entrar. 

Una vez adentro, en una recepción encerrada por un vidrio, un tipo regordete me pidió que le diera la cédula y el carné del seguro.  Los saqué y se los entregué de mala gana porque no soportaba el dolor.  Luego me preguntó la razón de mi visita al hospital y le dije: -Llevó más de quince días con fiebre, me duele mucho la cabeza, las articulaciones y el estómago sin saber aún que tengo-.  Al cabo de un rato, me entregó mis documentos, un papel y me dijo: -Firme aquí y espere en la sala-.  Yo con rabia y desaliento hice un mamarracho y me dirigí a tomar asiento.

-¡Qué sillas más incómodas!- me dije.  No podía creer que existieran sillas tan incómodas.  Eran como unas bancas de tres asientos cada una, atravesadas por un tubo de hierro en el medio, y para colmo de males, eran de pasta.  Traté de recostarme pero no hallaba cómo acomodarme.  Cada vez, el dolor era más insoportable que me hizo derramar unas cuantas lágrimas.  En ese instante, mi mamá y mi novia me llamaron desde fuera del hospital al celular para darme fuerzas mientras esperaba.

Los treinta minutos más largos de mi vida los pasé recostado en una banca incómoda, con dolores inaguantables mientras esperaba el llamado de un médico en Urgencias.  Por fin escuché que mencionaban mi nombre.  Con las pocas fuerzas que tenía, me levanté y me dirigí hacia un pequeño cubículo donde se hallaba un joven médico sentado frente a un pequeño escritorio y un computador, que estaban al lado de una camilla y una balanza amarillenta por el uso.  El médico me pidió que tomara asiento y procedió a realizar las preguntas de rutina y a procesar la información suministrada.  Luego me pidió el favor de pasar a la camilla para realizar las observaciones pertinentes y siempre me preguntaba: -¿Le duele? ¿Le duele?-.

Nuevamente tomamos asiento y diligenció unos documentos en su computador, los imprimió y me dijo: -Es necesario hacer más exámenes de sangre y orina. Además, debe tomar una pastilla de Acetaminofén cada seis horas para el dolor y dependiendo de los exámenes habrá que canalizarlo y tendrá que pasar la noche aquí-.  Yo salí del cubículo como un zombi por la posibilidad de quedarme en el hospital. Luego, me dirigí a la recepción. 

De allí, me llevaron a otro cubículo aún más pequeño donde tomaron la muestra de sangre y me entregaron un frasquito transparente con tapa azul para recolectar la muestra de orina.  Fui al baño que estaba por un pasillo al fondo y recolecté la orina necesaria.  Entregué el frasco y me dijeron: -Por favor, espere en la sala de espera a la realización de los resultados-. 

Volví a la sala de espera.  Mi mamá y mi novia preocupadas por el dictamen del médico me llamaron al celular y me preguntaron: -¿Qué le dijeron?

Les comenté sobre mi situación y procedimiento que había realizado el médico. Además, estaban más tranquilas porque las pastillas ayudaron a disminuir un poco el dolor, pero continuaba con desaliento y muchísimo sueño.

Tras otra larga espera, me llamaron nuevamente.  Me dijeron que los exámenes habían salido positivos, pero había una disminución en los leucocitos y por esta razón, me internarían y me canalizarían para realizar los estudios pertinentes.  En ese instante, me trasladaron a otro cubículo donde solamente había una camilla y unos cajones para efectuar la canalización.

Mientras esperaba, recordaba que esta sería la primera vez que me canalizan desde que tengo uso de la razón.  Nunca antes había pasado por una situación similar.  Una joven enfermera ingresó al cubículo, preparó los utensilios y amarró un caucho en mi muñeca izquierda. Después, limpió con un algodón alcoholizado mi mano y clavó una aguja con un catéter en el extremo, sobre mi mano. 
El dolor fue muy leve, pero quizás el movimiento de la aguja que hizo la enfermera bajo mi piel para acomodarla, provocó que se bajara mi tensión y me diera la pálida.  Esto me provocó náuseas, mareo y perdí el conocimiento.

Cuando recobré el conocimiento, recuerdo que estaba en otro cubículo rodeado por una cortina, en una camilla. Junto a la camilla estaba la enfermera que me puso el catéter, un médico de mediana edad que tenía gafas y mi novia, todos con cara preocupada.

El médico me preguntó: -¿Cómo se siente?  Yo le respondí que muy bien. Y se retiró del lugar junto con la enfermera.  Mi novia que también estaba allí, se quedó y me dio un trago de suero. 

Ya mejor, comencé a detallar más el lugar donde me hallaba.  Junto al lado izquierdo de la camilla había una mesa y sobre la mesa estaba una jarra con agua y un vaso plástico desechable.  En los pies de la mesa descansaba mi bolso, entre la mesa y la camilla había una varilla extraña de la cual colgaba una bolsa de sales hidratantes intravenosa conectada directamente al catéter.

Mi novia acariciaba mi cabeza cuando llegó el vigilante con quien mi mamá había discutido y le dijo: -Me puede acompañar, le recuerdo que el paciente está mejor y debe estar solo-.  Nos dio mucha rabia aquel comentario y ella procedió a salir del lugar.

Mientras seguía conectado miraba las luces del techo y escuchaba las voces de las personas que estaban en aquel sitio conmigo. Al cabo de un rato, se acercó una enfermera para tomarme el pulso, la tensión y la temperatura. 

Ella me preguntó: -¿Cómo se siente?-  Yo le respondí: -Bien-.  Además, como sentía ganar de orinar, le pregunté dónde quedaba el baño y cómo hacía para ir con la bolsa de las sales hidratantes.  La enfermera cerró el paso de las sales, me indicó donde quedaba el baño y se retiró del lugar.

Me levanté y fui al baño.  -¡Qué vaina tan jodidamente difícil!- me dije.  Puse la bolsa sobre el tanque del inodoro, me bajé un poco el pantalón y oriné.  Cuando me subí el pantalón e iba a coger la bolsa, vi que la sangre se estaba devolviendo por el catéter y la manguera.  Preocupado salí y le pregunté a otra enfermera de turno que mirara lo que me había ocurrido.  Ella despreocupada me dijo: -Vaya a la camilla y ya voy-.  Al rato llegó con unas tijeras, abrió el paso de las sales e hizo presión por la manguera, sentí un tironazo en la mano, pero ya no se veía más sangre.

Un poco asustado me recosté en la camilla.  Me puse a ver, a tocar y manipular la manguera.  En ese momento, me puse todavía más nervioso porque vi una burbuja ir lentamente hacia mí por la manguera.  Preocupado trataba de devolverla o detenerla para que no entrara en mí porque había escuchado que si entraba aire a mi torrente sanguíneo me podría dar un paro cardiaco.  Entonces, hice muchos intentos para detener o devolver la burbuja pero no era capaz y lentamente se iba acercando a mi cuerpo.  Nervioso, vi como pasaba por el catéter y ya esperaba que me diera algo, pero extrañado por lo sucedido no sentí nada raro.  Todo estaba normal, solamente mi corazón latía rápidamente por los nervios.

El sueño me ganó y caí dormido.  Tal vez una hora pasaría más o menos cuando comenzó a sonar mi celular.  Era mi mamá, quién me preguntó: -¿Cómo sigue?-.  Yo le dije: -Bien, estaba dormido y solamente me duele un poco el estómago-.  Le comenté mi experiencia con la burbuja y nada más se rio de mí.  Me pasó a mi novia y ella me dijo que mi papá había llegado a la ciudad y que iría hasta el hospital para llevarlas en el carro hasta mi casa, aunque no quería dejarme solo.  Yo acepté la decisión, le envié un beso y colgué.

Ahora el problema era volver a quedarme dormido. Una de las enfermeras se acercó a mi cubículo, me tomó el pulso, la tensión y la temperatura, mientras me preguntaba: -¿Cómo se siente?  Y yo respondía: -Bien, aunque me duele un poco el estómago-.  Esta vez, tomó una muestre de sangre y nuevamente se retiró y quedé solo en mi aburrimiento.

Como por arte de magia me dejé llevar por el grato poder de Hypnos y caí dormido otra vez.  Un dulce beso en mi boca me despertó, era mi novia a quien habían dejado entrar al hospital porque hubo cambio de turno del vigilante y ya permitían el ingreso de un acompañante por persona.  Eran las ocho de la mañana y la enfermera pasaba otra vez para tomarme el pulso, la tensión y la temperatura, mientras me preguntaba lo mismo de siempre y yo le respondía lo mismo.

Mi novia a escondidas había ingresado clandestinamente una chocolatina y unas galleras de miel.  Con eso desayuné.  Luego le pedí el favor de prestarme el libro de las tragedias griegas para leer un rato, mientras ella jugaba un rato con mi celular.  Al cabo de un par de horas, el médico de gafas que estuvo cuando perdí el conocimiento, llegó con unos papeles, me saludó y me preguntó: -¿Cómo se siente? ¿Cómo durmió? ¿Le duele algo?-  Además, me dijo que me iba a dar la salida porque no encontró ningún inconveniente en los exámenes que me habían realizado, que podía irme a descansar a mi casa junto con una incapacidad médica por dos días.

Yo estaba feliz porque volvía a mi casa, me retirarían el catéter y descansaría un rato de la universidad y el trabajo.  Pero lo que yo no sabía, sería que la fiebre, el dolor de cabeza, el dolor seco en mis articulaciones, el dolor de estómago duraría por una semana más.  Que tendría que volver al hospital a la semana siguiente porque no soportaba más el malestar y además, que esta vez me hospitalizaran por doce días, por una bacteria llamada Salmonella y así, pasando la semana más aburrida de toda mi vida.