NOCHE DE AGUJAS,
FIEBRE Y ENFERMEDAD
Mi
querido lector, antes de comenzar a narrarles esta crónica, quiero decirle que
el tema elegido para su realización en un principio era sobre una noche en la
cantina y los hechos que allí pudiesen ocurrir, pero por un percance en mi
salud, procedí a contarles mi primera experiencia, desde que tengo conciencia,
de una noche en el hospital. Gracias.
La
noche parecía interminablemente agotadora.
No logré dormir nada bien y mi temperatura corporal podría estar rondando
entre los 38,5º y 39º. Además, el
fastidioso dolor de cabeza y los dolores secos de mis articulaciones, no me
dejaban en paz. Ya mi alma gritaba
desesperadamente por el malestar y la fiebre porque llevaba más de quince días
con esos síntomas y aún no se sabía qué mal padecía.
Cuando
iba cayendo lentamente en esa desesperación, una mano suave y un poco fría
frotó mi cabeza. Era mi novia quien se
había quedado esa noche en mi casa para cuidarme. En ese momento, ella me dijo:
-Aún tienes mucha fiebre. Levántate y vamos a Urgencias-.
Yo
en definitiva aborrezco los hospitales y las clínicas. Por tal motivo, de muy
mala gana respondí: -¡No, yo quiero dormir! Además, es muy temprano-. Mi novia en ese momento muy enfadada conmigo
por mi desobediencia, se levantó, despertó a mi mamá quien dormía en la
habitación contigua y le comentó que yo no quería ir a Urgencias a pesar de
tener una fiebre muy alta. Al final,
entre mi mamá y mi novia comenzaron a regañarme porque estaban preocupadas por
mi salud y porque sabían que los médicos aún no identificaban la razón de mis
males.
Con
desaliento, medio dormido y haciendo pucheros, me levanté de mi cama de muy mala
gana, fui al baño para ducharme y tratar de bajar un poco la temperatura. No sé si era la fiebre o quizás que había
llovido esa noche, pero el agua parecía antártica. Salí del baño, me alisté y
llevé algunas cosas para entretenerme como: un libro de tragedia griega, mi
celular, el cargador del celular y unas fotocopias de Walter Ong que debía leer
para la clase de Didáctica II.
El
dolor seco de mis articulaciones se hizo sentir cuando iba bajando las
escaleras del edificio donde vivo y me tocó hacerlo lentamente con ayuda de mi
novia, mientras mi mamá llegaba mis cosas.
Al llegar al sótano para conducir hacia el hospital, sentí náuseas y lo
primero que hice fue abrir la puerta del carro y sentarme. En ese instante, mi novia me alcanzó un poco
de agua para que se me fueran las náuseas.
Bebí un poco y como el mejor de los antídotos me sentí mucho mejor.
Desde
que aprendí a manejar mi carro, era la primera vez que no deseaba hacerlo
porque el dolor de cabeza era incesante y tenía miedo de conducir para evitar
algún accidente. Pero tanto mi novia,
como mi mamá no sabían conducir y mi papá aquella noche no se encontraba en la
ciudad, por lo tanto era necesario que condujera hasta el hospital. Mi mamá siempre con sus palabras de aliento y
mi novia con su apoyo incondicional me dijeron: -Ve despacio y si es necesario
paramos en el camino hasta que se siente mejor-. Entonces, me llené de valor y emprendí camino
hacia el hospital.
Por
fortuna, el hospital no quedaba muy lejos de mi casa, aproximadamente a unas
quince o veinte cuadras. Cuando llegamos, los tres nos bajamos de inmediato y
nos dirigimos a la entrada de Urgencias del Hospital Universitario Los
Comuneros, pero yo continuaba con ese desazón por tener que ir a aquel lugar de
malas energías y enfermedades por doquier.
A
la entrada de Urgencias, procedimos a ingresar pero el vigilante de turno no
permitió el ingreso ni a mi mamá, ni a mi novia porque al ser mayor de edad y
no ser adulto mayor debía ingresar solo.
Pero yo no quería entrar solo porque aparte que no me gustan para nada
los hospitales, tenía un fuerte dolor de cabeza, me dolían un poco las
articulaciones, me comenzaba a doler el estómago y la última vez que vine, me
sacaron sangre para decirme que supuestamente no tenía nada.
Al
ver esta situación, me senté en sobre el andén derecho a la entrada de
Urgencias y no quería entrar. Entonces,
llena de angustia por el dolor que sentía, mi mamá comenzó a discutir con el
vigilante, que la dejarán entrar conmigo y que me atendieran lo más pronto
posible. Pero el vigilante no cedía y
para evitar más peleas o posibles inconvenientes más adelante, decidí
entrar.
Una
vez adentro, en una recepción encerrada por un vidrio, un tipo regordete me
pidió que le diera la cédula y el carné del seguro. Los saqué y se los entregué de mala gana
porque no soportaba el dolor. Luego me
preguntó la razón de mi visita al hospital y le dije: -Llevó más de quince días
con fiebre, me duele mucho la cabeza, las articulaciones y el estómago sin
saber aún que tengo-. Al cabo de un
rato, me entregó mis documentos, un papel y me dijo: -Firme aquí y espere en la
sala-. Yo con rabia y desaliento hice un
mamarracho y me dirigí a tomar asiento.
-¡Qué
sillas más incómodas!- me dije. No podía
creer que existieran sillas tan incómodas.
Eran como unas bancas de tres asientos cada una, atravesadas por un tubo
de hierro en el medio, y para colmo de males, eran de pasta. Traté de recostarme pero no hallaba cómo
acomodarme. Cada vez, el dolor era más
insoportable que me hizo derramar unas cuantas lágrimas. En ese instante, mi mamá y mi novia me
llamaron desde fuera del hospital al celular para darme fuerzas mientras
esperaba.
Los
treinta minutos más largos de mi vida los pasé recostado en una banca incómoda,
con dolores inaguantables mientras esperaba el llamado de un médico en
Urgencias. Por fin escuché que
mencionaban mi nombre. Con las pocas
fuerzas que tenía, me levanté y me dirigí hacia un pequeño cubículo donde se
hallaba un joven médico sentado frente a un pequeño escritorio y un computador,
que estaban al lado de una camilla y una balanza amarillenta por el uso. El médico me pidió que tomara asiento y
procedió a realizar las preguntas de rutina y a procesar la información
suministrada. Luego me pidió el favor de
pasar a la camilla para realizar las observaciones pertinentes y siempre me
preguntaba: -¿Le duele? ¿Le duele?-.
Nuevamente
tomamos asiento y diligenció unos documentos en su computador, los imprimió y
me dijo: -Es necesario hacer más exámenes de sangre y orina. Además, debe tomar
una pastilla de Acetaminofén cada seis horas para el dolor y dependiendo de los
exámenes habrá que canalizarlo y tendrá que pasar la noche aquí-. Yo salí del cubículo como un zombi por la
posibilidad de quedarme en el hospital. Luego, me dirigí a la recepción.
De
allí, me llevaron a otro cubículo aún más pequeño donde tomaron la muestra de
sangre y me entregaron un frasquito transparente con tapa azul para recolectar
la muestra de orina. Fui al baño que
estaba por un pasillo al fondo y recolecté la orina necesaria. Entregué el frasco y me dijeron: -Por favor,
espere en la sala de espera a la realización de los resultados-.
Volví
a la sala de espera. Mi mamá y mi novia
preocupadas por el dictamen del médico me llamaron al celular y me preguntaron:
-¿Qué le dijeron?
Les
comenté sobre mi situación y procedimiento que había realizado el médico.
Además, estaban más tranquilas porque las pastillas ayudaron a disminuir un
poco el dolor, pero continuaba con desaliento y muchísimo sueño.
Tras
otra larga espera, me llamaron nuevamente.
Me dijeron que los exámenes habían salido positivos, pero había una
disminución en los leucocitos y por
esta razón, me internarían y me canalizarían para realizar los estudios
pertinentes. En ese instante, me
trasladaron a otro cubículo donde solamente había una camilla y unos cajones
para efectuar la canalización.
Mientras
esperaba, recordaba que esta sería la primera vez que me canalizan desde que
tengo uso de la razón. Nunca antes había
pasado por una situación similar. Una
joven enfermera ingresó al cubículo, preparó los utensilios y amarró un caucho
en mi muñeca izquierda. Después, limpió con un algodón alcoholizado mi mano y
clavó una aguja con un catéter en el extremo, sobre mi mano.
El
dolor fue muy leve, pero quizás el movimiento de la aguja que hizo la enfermera
bajo mi piel para acomodarla, provocó que se bajara mi tensión y me diera la
pálida. Esto me provocó náuseas, mareo y
perdí el conocimiento.
Cuando
recobré el conocimiento, recuerdo que estaba en otro cubículo rodeado por una
cortina, en una camilla. Junto a la camilla estaba la enfermera que me puso el
catéter, un médico de mediana edad que tenía gafas y mi novia, todos con cara
preocupada.
El
médico me preguntó: -¿Cómo se siente? Yo
le respondí que muy bien. Y se retiró del lugar junto con la enfermera. Mi novia que también estaba allí, se quedó y
me dio un trago de suero.
Ya
mejor, comencé a detallar más el lugar donde me hallaba. Junto al lado izquierdo de la camilla había
una mesa y sobre la mesa estaba una jarra con agua y un vaso plástico
desechable. En los pies de la mesa descansaba
mi bolso, entre la mesa y la camilla había una varilla extraña de la cual
colgaba una bolsa de sales hidratantes intravenosa conectada directamente al
catéter.
Mi
novia acariciaba mi cabeza cuando llegó el vigilante con quien mi mamá había
discutido y le dijo: -Me puede acompañar, le recuerdo que el paciente está
mejor y debe estar solo-. Nos dio mucha
rabia aquel comentario y ella procedió a salir del lugar.
Mientras
seguía conectado miraba las luces del techo y escuchaba las voces de las
personas que estaban en aquel sitio conmigo. Al cabo de un rato, se acercó una
enfermera para tomarme el pulso, la tensión y la temperatura.
Ella
me preguntó: -¿Cómo se siente?- Yo le
respondí: -Bien-. Además, como sentía
ganar de orinar, le pregunté dónde quedaba el baño y cómo hacía para ir con la
bolsa de las sales hidratantes. La
enfermera cerró el paso de las sales, me indicó donde quedaba el baño y se
retiró del lugar.
Me
levanté y fui al baño. -¡Qué vaina tan
jodidamente difícil!- me dije. Puse la
bolsa sobre el tanque del inodoro, me bajé un poco el pantalón y oriné. Cuando me subí el pantalón e iba a coger la
bolsa, vi que la sangre se estaba devolviendo por el catéter y la
manguera. Preocupado salí y le pregunté
a otra enfermera de turno que mirara lo que me había ocurrido. Ella despreocupada me dijo: -Vaya a la
camilla y ya voy-. Al rato llegó con
unas tijeras, abrió el paso de las sales e hizo presión por la manguera, sentí
un tironazo en la mano, pero ya no se veía más sangre.
Un
poco asustado me recosté en la camilla.
Me puse a ver, a tocar y manipular la manguera. En ese momento, me puse todavía más nervioso
porque vi una burbuja ir lentamente hacia mí por la manguera. Preocupado trataba de devolverla o detenerla
para que no entrara en mí porque había escuchado que si entraba aire a mi
torrente sanguíneo me podría dar un paro cardiaco. Entonces, hice muchos intentos para detener o
devolver la burbuja pero no era capaz y lentamente se iba acercando a mi
cuerpo. Nervioso, vi como pasaba por el
catéter y ya esperaba que me diera algo, pero extrañado por lo sucedido no
sentí nada raro. Todo estaba normal,
solamente mi corazón latía rápidamente por los nervios.
El
sueño me ganó y caí dormido. Tal vez una
hora pasaría más o menos cuando comenzó a sonar mi celular. Era mi mamá, quién me preguntó: -¿Cómo
sigue?-. Yo le dije: -Bien, estaba
dormido y solamente me duele un poco el estómago-. Le comenté mi experiencia con la burbuja y
nada más se rio de mí. Me pasó a mi
novia y ella me dijo que mi papá había llegado a la ciudad y que iría hasta el
hospital para llevarlas en el carro hasta mi casa, aunque no quería dejarme
solo. Yo acepté la decisión, le envié un
beso y colgué.
Ahora
el problema era volver a quedarme dormido. Una de las enfermeras se acercó a mi
cubículo, me tomó el pulso, la tensión y la temperatura, mientras me
preguntaba: -¿Cómo se siente? Y yo
respondía: -Bien, aunque me duele un poco el estómago-. Esta vez, tomó una muestre de sangre y nuevamente
se retiró y quedé solo en mi aburrimiento.
Como
por arte de magia me dejé llevar por el grato poder de Hypnos y caí dormido
otra vez. Un dulce beso en mi boca me
despertó, era mi novia a quien habían dejado entrar al hospital porque hubo
cambio de turno del vigilante y ya permitían el ingreso de un acompañante por
persona. Eran las ocho de la mañana y la
enfermera pasaba otra vez para tomarme el pulso, la tensión y la temperatura,
mientras me preguntaba lo mismo de siempre y yo le respondía lo mismo.
Mi
novia a escondidas había ingresado clandestinamente una chocolatina y unas
galleras de miel. Con eso desayuné. Luego le pedí el favor de prestarme el libro
de las tragedias griegas para leer un rato, mientras ella jugaba un rato con mi
celular. Al cabo de un par de horas, el
médico de gafas que estuvo cuando perdí el conocimiento, llegó con unos
papeles, me saludó y me preguntó: -¿Cómo se siente? ¿Cómo durmió? ¿Le duele
algo?- Además, me dijo que me iba a dar
la salida porque no encontró ningún inconveniente en los exámenes que me habían
realizado, que podía irme a descansar a mi casa junto con una incapacidad
médica por dos días.
Yo
estaba feliz porque volvía a mi casa, me retirarían el catéter y descansaría un
rato de la universidad y el trabajo.
Pero lo que yo no sabía, sería que la fiebre, el dolor de cabeza, el
dolor seco en mis articulaciones, el dolor de estómago duraría por una semana
más. Que tendría que volver al hospital
a la semana siguiente porque no soportaba más el malestar y además, que esta
vez me hospitalizaran por doce días, por una bacteria llamada Salmonella y así,
pasando la semana más aburrida de toda mi vida.