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miércoles, 18 de junio de 2014

CRÓNICA 1



7200 SEGUNDOS DE CALOR VERANIEGO



Hacía mucho calor, mientras transitaba por las calles empedradas y viejas, ornadas con balcones de madera al estilo colonial, malgastados por la historia de un pueblo corroído por la guerra y gritos con toques de dolor y victoria. Arribé al lugar más concurrido por las personas de aquel misterioso pueblo, su parque principal. Tras la inversión de una posible “buena” administración municipal (según decían algunas personas) aquel parque que albergó guerreros de bandos enemigos y aliados fue remodelado conservando su estilo inicial. Allá se oían los gritos de los vendedores ambulantes, de los niños al jugar, de los autos pitar y al fondo las campanas de la iglesia anunciaban las cuatro de la tarde.  Y como era de esperarse, había muchas personas, porque como es tradición, los habitantes del pueblo entraban presurosos a la misa, al encuentro con “El Señor de los Milagros”.

Me aproximé a paso lento a una de las tres bancas de piedra que aún quedaban vacías para descansar un poco, luego de mi jornada como caminante, porque en aquel parque solamente había por mucho, diez bancas. En cuatro de ellas, se encontraban cuatro parejas manifestándose su amor profundo, y realmente era muy profundo a esa hora de la tarde.  En la quinta, observé a un señor embolando los zapatos de un joven que vestía elegante.  Cuando ojeé la sexta, en ella, estaban sentadas como cinco viejas vestidas con ropa, un tanto colorida, con faldas largas y una pañoleta en la cabeza.

De inmediato pensé: -Gitanas

En ese mismo instante, volteé la mirada a la séptima.  Allí estaba sentado un muchacho un poco perdido, o eso demostraba su mirada, al momento que llegaba junto a él, una pequeña niña de cinco o seis años cargando un helado artesanal que vendía un viejo con un delantal largo y amarillo por la suciedad, y que empujaba su carrito destartalado alrededor del parque gritando: -¡Laos! ¡Laos!

Cuando pude acomodarme en aquella banca de piedra calentada por el sol, me antojé por el helado artesanal de la niña de cinco o seis años; pero no quería levantarme porque acababa de acomodarme, y además, todas las bancas ya estaban ocupadas y no quería perder mi puesto en el parque.  En ese momento, ojeé disimuladamente hacia donde se hallaba la niña y veía cómo esa niña se saboreaba el helado artesanal y se chorreaba todo sobre su mano y su ropa, era conmovedor y a la vez deseaba el helado.  El calor era sofocante y no aguanté más, me levanté de la banca y comencé a buscar por todas partes al viejo heladero, pero no lograba verlo porque a pesar de haber transcurrido treinta minutos de los campanazos aún transitaba mucha gente para entrar a la misa.

Entonces, un ruido alivió mi alma, escuché gritar: -¡Laos! ¡Laos! muy cerca de donde me había sentado, pero la distancia era aún larga y sabía que si me levantaba por un instante, me quitarían la banca.  Traté de hacer lo imposible para que el viejo me viera, pero no lo logré.  Miré a mi alrededor como diciendo: -Esta banca es mía y de nadie más. Y salí caminando rápido hacia donde estaba el viejo heladero, sin despegar la mirada de la banca de piedra. 

Por estar distraído, tropecé contra un carro de juguete con batería conducido por un niño.  Caí sobre el carro y como activado por un botón, el niño comenzó a chillar.  El papá del niño se aproximó de inmediato y rojo de ira como un toro, comenzó a insultarme. Le faltó un pelito para pegarme.  A continuación, pedí disculpas, ayudé a levantar al niño y seguí mi trayecto.  En ese instante, y como por arte de magia, desapareció el viejo heladero. Desesperado y algo ofuscado, lo encontré nuevamente por su particular grito: -¡Laos! ¡Laos! Y caminando un poco cojo por el tropezón, llegué hasta el carrito destartalado del viejo.  Compré el dichoso helado y cuando me dirigía hacia la banca de piedra, estaba el padre del niño que hice llorar junto con su mujer chupando geta, mientras el niño jugaba tranquilamente alrededor del parque.

Dirigí mi vista a las otras bancas y aún estaba el muchacho con la niña y el grupo de gitanas; y en las demás, estaban infestadas con parejas demostrando su amor en el parque.  En ese momento pensé:

-¿Será que ellos no sentirán calor por estar tan juntos? Y ¿No les dará sed, no se deshidratarán?  Entonces, me dije a mi mismo:

-Mi mismo, tal vez el calor que sienten es diferente y no se deshidratan porque al estar “chupando geta”, se hidratarán el uno al otro.

En un santiamén, las gitanas se dispersaron y dejaron la banca libre.  Cuando me fui acercando, percibí un aroma conocido y me mareaba un poco. 

¡Claro!, me dije.  -Mero chicote. 

Y sin darle mucha importancia, me senté, porque el cansancio era atroz y quería sobarme la herida del tropezón.  Cuando pude acomodarme, comencé a deleitar aquel helado artesanal que tanto había deseado (aunque algo derretido), y apenas me di cuenta, otra vez sonaron los campanazos de la iglesia anunciando las cinco de la tarde y nuevamente se aglomeró en un dos por tres, la multitud de personas en el parque.

Me pregunté: -El tiempo mucho pasarse rápido.

Seguía haciendo calor y muy alegremente continué saboreando mi helado artesanal mientras veía transitar a las personas.  Luego de aproximados diez o quince minutos y a punto de terminar mi helado, sentí un frío espectral acercarse.  Era una gitana. 

Me dijo: -Amor, ¿te leo la mano o te fumo el chicote?

Yo respondí: -No, gracias.

Al cabo de seis minutos, se aproximaron las otras cuatro viejas gitanas a intervalos de seis minutos, como llamadas por el diablo, diciendo lo mismo: -Amor, ¿te leo la mano o te fumo el chicote?  Y yo respondía lo mismo: -No, gracias.

Cuando se fue la última, tal vez me hizo mal de ojo o me hechizó lo que me quedaba del helado artesanal, o quizás, el frío del helado me revolcó el estómago porque comenzó a dolerme y tuve la necesidad de buscar urgentemente un baño público. Gracias al cielo y por el valor de mil pesos logré encontrar uno muy cerca a la iglesia. Entré y como perseguido por el diablo me senté y mil demonios evacuaron en ese instante, al mismo tiempo que sonaban los campanazos de la iglesia anunciando las seis de la tarde.

Salí aliviado del baño.  Me dirigí nuevamente al parque buscando una banca de piedra, pero no logré encontrarla.  Luego, caminé hacia el centro del parque donde había un árbol enorme y rodeado por un borde de piedras que tenían la forma de una estrella con nueve picos.  Me senté sobre el borde y me recosté sobre el pasto alrededor del gran árbol.  Una fresca y suave brisa veraniega soplaba y acariciaba mis mejillas.

De repente, sentí que una mano agarró mi pierna. Abrí mis ojos un poco asustado, pero mi corazón se sintió aliviado cuando observé que era mi amada.  Ella, la mujer de mi vida, a quien esperaba en el parque principal porque juntos habíamos acordado una cita en aquel lugar donde nos conocimos una tarde de verano.