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domingo, 31 de agosto de 2014

CRÓNICA 3



ATARDECER JUNTO A ELLA


En aquel entonces, adoraba transitar por la universidad, especialmente desde el edificio de Camilo Torres, hasta las Canchas y me sentaba sobre unas bancas, muy cerca del muy conocido “aeropuerto” a disfrutar de los atardeceres, mientras leía el libro de cuentos Narraciones Extraordinarias de Edgar Allan Poe. En esos días, me sentía universitario y disfrutaba de los momentos de cultura y esparcimiento que me ofrecía la universidad. Ahora por suerte, apenas si alcanzo a ir a clases. 

Aún recuerdo aquella hermosa tarde bañada por los tenues rayos del atardecer, que deleitaba en mis momentos como primiparo en la Universidad Industrial de Santander.  Bajo ese hermoso espectáculo del mejor pintor del mundo, el cielo, la conocí por primera vez.  Ella, muy lentamente y con ritmo un poco desconfiado se acercó a mí y se sentó junto a mi lado.  Cuando pude verla con más detalle, me causó mucha gracia, porque en su cuello llevaba un collar al estilo hawaiano adornado con una especie de flores de diversos colores.  Pero ella con una mirada perdida por ver unas aves que pasaban por el lugar, no notó mi sonrisa un tanto burlona.

Cuando me acostumbre a su presencia, le dije: Hola. ¿Quieres que te lea un cuento de Edgar Allan Poe?

Ella me miró, y con su expresión de silencio, sentí la respuesta a mi saludo.  Luego, y como quien no quiere la cosa, movió su cabeza y levantó sus cejas, como diciendo: Dale, quiero oírte leer.

Por razones de respeto y cortesía, procedí a leer el cuento de Silencio de Edgar Allan Poe.  Tal vez, ella sintió un poco de miedo al imaginarse la luna roja como sangre o quizás la soledad de aquel hombre, e impulsada también por su agotamiento, eso pensaba. Recostó su cabeza sobre mi regazo.  Yo continué mi lectura, mientras acariciaba su cabeza rubia y blanca.

Al terminar de leer, giró sus ojos hacia mí, como diciendo: ¡me gustó mucho!  ¿Podrías leerme otro cuento?

Su mirada reflejaba paz y tranquilidad, comenzaba a disfrutar de su grata compañía. No podía negarme, y continué con la lectura de los cuentos.  Aunque, esta vez, quise leerle, El Gato Negro, porque quería ver la expresión de su rostro mientras escuchaba los momentos traumáticos de aquel hombre que amaba los animales.

Mientras ella oían mi voz decir: “Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad”.  Demostraba su alegría, agitando un poco su cuerpo.  Yo seguí leyendo.  Pero, mientras leía un fragmento que decía: “Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato”.  Su euforia se transformó de inmediato al oír la palabra “gato”.

Como si una criatura posesa se apoderara de su cuerpo, se levantó y muy agitada, se alejó de mí y me dejó junto a su silencio y mi soledad, leyendo las Narraciones Extraordinarias de Edgar Allan Poe.  No sé con exactitud qué le habrá molestado, pero creo que fue al momento de escuchar la palabra “gato”.  Seguramente, ha tenido alguna mala experiencia con alguno en particular.

Luego de aquel acontecimiento, pasaron varios días sin verla nuevamente.  Recuerdo muchas veces que, en ciertas ocasiones, la alcanzaba a divisar desde los salones durante clase o cuando transitaba presuroso porque tenía algún parcial.  Su característico collar me permitía distinguirla desde lejos.  Aunque a diferencia de la última vez, ya nunca más logré leerle o simplemente, sentarme a su lado.

Hace seis meses, mientras miraba en el “face”, vi una fotografía de ella en el muro de la universidad.  Llevaba puesto su collar de flores y junto a él, tenía puesto su carné. En ese momento descubrí que hacia parte integral de la comunidad UIS y que su nombre era Natasha. Sentí una alegría muy grande al saber que estaba siendo cuidada y protegida. Desde aquella vez y por razones laborales, no volví a verla transitar alegre por los espacios de la universidad.

Quizás ya no quería saber de mí o simplemente me tendría miedo.  Yo continué con la esperanza de poderla encontrar y al menos, recordar aquel atardecer que pasamos juntos.

Hoy la vi mientras diligenciaba unos documentos en el edificio de Bienestar Universitario.  Salía de un consultorio, junto a una muchacha joven de piel canela.  Se veía arreglada, bien cuidada y con su collar hawaiano.  Estaba muy alegre, porque corría de aquí para allá, brincando y revolcándose en el suelo.  Un “amiguito” se acercó a ella y juntos comenzaron a jugar, me causó risa su manera de jugar.  Se notaba que estaban alegres.

Su compañera, la muchacha solamente reía al verla.  Luego, la llamó por su nombre: ¡Natasha!  Y ella, se calmó.  Se acercó a los pies de la muchacha y se recostó bocarriba para que le acariciaran su vientre.  Al rato de unos minutos, la muchacha entró nuevamente al consultorio y Natasha, se quedó por fuera esperando que cualquier cosa ocurriese.

Cuando terminé de diligenciar los documentos, me senté en una banca azul que se encontraban allí y la llamé.  Ella muy lentamente se acercó con ritmo un poco desconfiado. Y aquella hermosa perrita, que me hizo compañía ese fabuloso atardecer, ahora estaba nuevamente a mi lado, mientras acariciaba su cabecita rubia y blanca.

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