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domingo, 31 de agosto de 2014

CRÓNICA 4



CASCABEL DE LA MUERTE


Mi cuerpo comenzaba a acostumbrarse a sentir el frío de la noche. Quizás porque continuaba con mis pasos lentos y cansados desde hace ya mucho tiempo. Ahora me doy cuenta que los huesos ya no me duelen como en aquella amarga y lúgubre noche cuando mi vida cayó en total ruina. Durante los primeros días me dolían los huesos y la piel, cuando la brisa gélida de invierno se arremolinaba inclemente por las calles empedradas y húmedas de algún pueblo o por los caminos pantanosos de algún valle mientras cubría poco a poco con polvo de diamantes mis pantorrillas desnudas.

Vagamente pienso: - Ya debo estar muerta-, pero las imperfecciones del piso y los pequeños tropiezos estremecían mis pies y continúaban con su forzoso camino.

Siento desfallecer, mientras una misteriosa niebla cae suavemente y devora todo a su paso. Cuando la niebla me absorbió completamente, recuerdo ese instante en que Ramón me contaba una historia disparatada de su abuelo sobre Maltael, el Ángel de la Muerte, que en una ocasión, usando la niebla y por venganza, se apoderó de las vidas de la orden cruzada, los Horadrim, a la que según su chiflado abuelo, pertenecía.

Ramón era el hombre a quien me entregué totalmente en cuerpo y alma, y frecuentemente me contaba historias fantásticas mientras fumaba su chicote y pasaba un trago de aguardiente haciendo sonar un pequeño cascabel que le regalé el día de nuestro matrimonio. Cada vez que recuerdo a Ramón, siento levemente sobre mi nuca su templado aliento y sus brazos musculosos abrazando mis pechos cada noche para ir a dormir.  Pero desde hace ya varias noches, lo único que siento es el peso de la culpa y el manto frígido de la muerte.

En ese instante, no tuve más fuerzas para caminar y caí precipitada sobre las raíces de un enorme nogal.  Sabía que aquel árbol era un nogal, porque antes de perder el sentido, vi algunas cáscaras de nueces a mí alrededor. Intenté levantarme, pero no pude y lo último que recuerdo es el sonido de un cascabel.

Aún en los sueños continuaba el peso de la culpa y el dolor.  Recuerdo aquel bosque por el cual corría cuando pequeña cerca de una cabaña a los alrededores del pueblo de leñadores, donde conocí a Ramón, hijo del leñador más renombrado. De inmediato, escuché otra vez un cascabel.  Lo ignoro.  Aún veo cómo Ramón cortaba con ansias los troncos de los cedros, mientras lo veía escondida en los arbustos.  Sueño con esa primera mirada y ese primer beso que nos unió sutil y eternamente. En ese momento, pensaba que ni la sombra de la muerte sería capaz de separarnos. Nuevamente escucho ese cascabel, como si escucharlo trajera consigo la desgracia.

Pero el dolor, la culpa y la tristeza llegaron como llagas.  En ese sueño nebuloso, la piel de Ramón comenzó a caer precipitada por la gravedad durante ese beso eterno. Sus brazos musculosos perdían la fuerza que los caracterizaba y lentamente veo que se desmiembran. Nuevamente, el maldito cascabel suena llevándose mi alma al infierno. Ya comienzo a odiar el cascabel. De inmediato, la sangre inunda el bosque, esa sangre que aún no logro esconder y su olor a óxido que desde esa noche no he podido limpiar de mi alma.  Siento que la sangre entra por mi boca, por mis ojos, ahogándome.  En ese momento, escuché el cascabel y desperté.

Abrí mis ojos, mientras percibían un techo de paja enmarañado por infinidad de telarañas de una casucha, una lámpara de petróleo y un hombre guapo sentado junto a mí.  No sé, tal vez continuaba con mi sueño.  -Era Ramón-, pensé.  ¡Tonta!, me dije.  Pero infortunadamente no era él. Él ya estaba muerto. Era otro hombre.  Este hombre, por su desarreglada barba de candado, sus brazos musculosos, sus ojos claros, el mentón pronunciado y el pequeño cascabel que colgaba de su cuello, engañó inútilmente mi corazón.

Al verlo, mi alma era torturada. Tenía ganas de abrazarlo y besarlo. De sentir nuevamente su calor en mi piel y su fuerza apretando mi cintura.  Pero cada instante que veía a ese hombre, me recordaba a Ramón en aquella trágica noche cuando descansaba rígido y frío sobre el suelo, cuando los cristales de nieve caían y se derretían en el calor de la sangre que le salía del vientre.

Me mortificaba el recuerdo de esa noche al ver a mi amado alejarse lentamente de mí.  -La muerte aceptó mi reto, al creer que no podría separarnos, pensaba.  Pero fui muy tonta al pensar que la felicidad podría ser eterna.  Aquel hombre, era muy amable conmigo.  Aunque, el sonido de su cascabel me asustaba y ese miedo lo alejaba bruscamente de mí. Sentía desesperación. No aguantaba más. La muerte seguramente se reía al ver esa desesperación. 

Vi una soga junto a la mesa, la tomé de prisa y salí corriendo fuera de la casa. Aquel hombre que se parecía a Ramón trató de detenerme porque fuera de la casucha, el invierno azotaba de la misma manera como en aquella noche que dejé el cuerpo de Ramón tirado en el bosque.  Aún seguía escuchando el sonido del cascabel. –Quizás es la culpa que siento-, pensé.

Ya no lograba ver la casucha por la densidad de la nieve que caía.  Seguía y seguía corriendo hasta que de pronto la tormenta cesó totalmente.  Cansada levanté la mirada y me hallé en un claro rodeado de tenebrosos árboles sin hojas.  Sentía la brisa gélida de la muerte acercarse o eso creía. 

La desesperación y el recuerdo causaban estragos en mí, porque junto a un gran árbol al lado de una roca, veía a Ramón tirado sobre el suelo diciendo el último “te amo”, luego que el hacha atravesara su vientre por un maldito descuido mío.  ¡Ah! Grité desde mi interior.  Pero solamente a mi mente llegaba la única salida que podía tomar para estar junto a mi amado Ramón.

Caminé hacia el gran árbol, me subí a la roca que estaba junto a él. Hice un nudo a la soga que llevaba y la amarré a una rama que parecía ser muy resistente.  Deslicé lentamente la soga por mi cabeza hasta sentir una leve presión en mi cuello. 

Me balancee y lo último que escuché fue aquel sonido de cascabel. 

Cuando recobré el conocimiento me hallé en una extraña habitación recubierta con paredes acolchadas y una puerta con una ventana enmallada. Me duele mucho el cuello y me siento con algo de asfixia. No puedo mover mis brazos, porque me encuentro atada a una especie de camisa extraña.  No sé cómo llegué a aquel lugar, lo único que siempre recuerdo es el incesante sonido del maldito cascabel.

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