CASCABEL
DE LA MUERTE
Mi cuerpo comenzaba a acostumbrarse a sentir
el frío de la noche. Quizás porque continuaba con mis pasos lentos y cansados
desde hace ya mucho tiempo. Ahora me doy cuenta que los huesos ya no me duelen como
en aquella amarga y lúgubre noche cuando mi vida cayó en total ruina. Durante los
primeros días me dolían los huesos y la piel, cuando la brisa gélida de
invierno se arremolinaba inclemente por las calles empedradas y húmedas de
algún pueblo o por los caminos pantanosos de algún valle mientras cubría poco a poco con polvo de diamantes mis
pantorrillas desnudas.
Vagamente pienso: - Ya debo estar muerta-,
pero las imperfecciones del piso y los pequeños tropiezos estremecían mis pies
y continúaban con su forzoso camino.
Siento desfallecer, mientras una misteriosa
niebla cae suavemente y devora todo a su paso. Cuando la niebla me absorbió
completamente, recuerdo ese instante en que Ramón me contaba una historia
disparatada de su abuelo sobre Maltael, el Ángel de la Muerte, que en una ocasión,
usando la niebla y por venganza, se apoderó de las vidas de la orden cruzada,
los Horadrim, a la que según su chiflado abuelo, pertenecía.
Ramón era el hombre a quien me entregué
totalmente en cuerpo y alma, y frecuentemente me contaba historias fantásticas mientras
fumaba su chicote y pasaba un trago de aguardiente haciendo sonar un pequeño
cascabel que le regalé el día de nuestro matrimonio. Cada vez que recuerdo a
Ramón, siento levemente sobre mi nuca su templado aliento y sus brazos
musculosos abrazando mis pechos cada noche para ir a dormir. Pero desde hace ya varias noches, lo único
que siento es el peso de la culpa y el manto frígido de la muerte.
En ese instante, no tuve más fuerzas para
caminar y caí precipitada sobre las raíces de un enorme nogal. Sabía que aquel árbol era un nogal, porque
antes de perder el sentido, vi algunas cáscaras de nueces a mí alrededor.
Intenté levantarme, pero no pude y lo último que recuerdo es el sonido de un
cascabel.
Aún en los sueños continuaba el peso de la
culpa y el dolor. Recuerdo aquel bosque
por el cual corría cuando pequeña cerca de una cabaña a los alrededores del
pueblo de leñadores, donde conocí a Ramón, hijo del leñador más renombrado. De
inmediato, escuché otra vez un cascabel.
Lo ignoro. Aún veo cómo Ramón cortaba
con ansias los troncos de los cedros, mientras lo veía escondida en los
arbustos. Sueño con esa primera mirada y
ese primer beso que nos unió sutil y eternamente. En ese momento, pensaba que
ni la sombra de la muerte sería capaz de separarnos. Nuevamente escucho ese
cascabel, como si escucharlo trajera consigo la desgracia.
Pero el dolor, la culpa y la tristeza llegaron
como llagas. En ese sueño nebuloso, la
piel de Ramón comenzó a caer precipitada por la gravedad durante ese beso
eterno. Sus brazos musculosos perdían la fuerza que los caracterizaba y
lentamente veo que se desmiembran. Nuevamente, el maldito cascabel suena
llevándose mi alma al infierno. Ya comienzo a odiar el cascabel. De inmediato,
la sangre inunda el bosque, esa sangre que aún no logro esconder y su olor a óxido que desde
esa noche no he podido limpiar de mi alma.
Siento que la sangre entra por mi boca, por mis ojos, ahogándome. En ese momento, escuché el cascabel y
desperté.
Abrí mis ojos, mientras percibían un techo de
paja enmarañado por infinidad de telarañas de una casucha, una lámpara de
petróleo y un hombre guapo sentado junto a mí.
No sé, tal vez continuaba con mi sueño.
-Era Ramón-, pensé. ¡Tonta!, me dije. Pero infortunadamente no era él. Él ya estaba
muerto. Era otro hombre. Este hombre,
por su desarreglada barba de candado, sus brazos musculosos, sus ojos claros,
el mentón pronunciado y el pequeño cascabel que colgaba de su cuello, engañó
inútilmente mi corazón.
Al verlo, mi alma era torturada. Tenía ganas
de abrazarlo y besarlo. De sentir nuevamente su calor en mi piel y su fuerza apretando
mi cintura. Pero cada instante que veía
a ese hombre, me recordaba a Ramón en aquella trágica noche cuando descansaba rígido
y frío sobre el suelo, cuando los cristales de nieve caían y se derretían en el
calor de la sangre que le salía del vientre.
Me mortificaba el recuerdo de esa noche al ver
a mi amado alejarse lentamente de mí.
-La muerte aceptó mi reto, al creer que no podría separarnos, pensaba. Pero fui muy tonta al pensar que la felicidad
podría ser eterna. Aquel hombre, era muy
amable conmigo. Aunque, el sonido de su
cascabel me asustaba y ese miedo lo alejaba bruscamente de mí. Sentía
desesperación. No aguantaba más. La muerte seguramente se reía al ver esa
desesperación.
Vi una soga junto a la mesa, la tomé de prisa
y salí corriendo fuera de la casa. Aquel hombre que se parecía a Ramón trató de
detenerme porque fuera de la casucha, el invierno azotaba de la misma manera
como en aquella noche que dejé el cuerpo de Ramón tirado en el bosque. Aún seguía escuchando el sonido del cascabel.
–Quizás es la culpa que siento-, pensé.
Ya no lograba ver la casucha por la densidad
de la nieve que caía. Seguía y seguía
corriendo hasta que de pronto la tormenta cesó totalmente. Cansada levanté la mirada y me hallé en un
claro rodeado de tenebrosos árboles sin hojas.
Sentía la brisa gélida de la muerte acercarse o eso creía.
La desesperación y el recuerdo causaban
estragos en mí, porque junto a un gran árbol al lado de una roca, veía a Ramón
tirado sobre el suelo diciendo el último “te amo”, luego que el hacha
atravesara su vientre por un maldito descuido mío. ¡Ah! Grité desde mi interior. Pero solamente a mi mente llegaba la única
salida que podía tomar para estar junto a mi amado Ramón.
Caminé hacia el gran árbol, me subí a la roca
que estaba junto a él. Hice un nudo a la soga que llevaba y la amarré a una
rama que parecía ser muy resistente.
Deslicé lentamente la soga por mi cabeza hasta sentir una leve presión
en mi cuello.
Me balancee y lo último que escuché fue aquel
sonido de cascabel.
Cuando recobré el conocimiento me hallé en
una extraña habitación recubierta con paredes acolchadas y una puerta con una
ventana enmallada. Me duele mucho el cuello y me siento con algo de asfixia. No
puedo mover mis brazos, porque me encuentro atada a una especie de camisa
extraña. No sé cómo llegué a aquel
lugar, lo único que siempre recuerdo es el incesante sonido del maldito
cascabel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario